Celebración de Werner Herzog
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Descubrí el Nuevo Cine alemán de los años 70 con más entusiasmo que placer en los cinestudios que animaron la cartelera madrileña a finales de aquella década y en el circuito de la versión original, que prácticamente se reducía a los queridísimos -y naturalmente desaparecidos- Alphaville de la calle Martín de los Heros. No faltaba en tan grato panorama la siempre bienamada Filmoteca, que entonces empezaba a frecuentar.
De entre los nuevos realizadores germanos proyectados en aquellas pantallas destacaba Wim Wenders, sumo sacerdote de aquella liturgia que fue para mí -para toda una generación de cinéfilos madrileños me atreveré a decir, empero mi sempiterno y exaltado individualismo- el descubrimiento del Nuevo Cine Alemán. Otorgué -¿otorgamos?- a Wenders aquella dignidad merced a cintas como Alicia en las ciudades (1973), En el curso del tiempo (1976) y El amigo americano (1977), que aún ahora sigo considerando -junto a Chinatown (Roman Polanski, 1974)-, lo mejor de ese renacer del relato criminal -que hago extensivo a la manida novela negra- del que ya estoy hasta las narices.
En aquel panorama del descubrimiento del Nuevo Cine Alemán en los días felices de los albores de mi cinefilia, Werner Herzog era algo así como el alucinado. El que creció aislado en un pueblo de las montañas de Baviera, el de las largas caminatas que le llevaron a recorrer andando Europa de punta a punta y el que, luego de haber visto por primera vez una película con 17 años, hizo cintas tan "totales" -que las calificábamos- como También los enanos empezaron pequeños (1970), El enigma de Kaspar Hauser (1974) o Corazón de cristal (1976).
Bien es cierto que escuchar a Lope de Aguirre (Klaus Kinski) diciéndole a un mono que era "la cólera de Dios" en la cinta homónima, que el gran Herzog dedicó al conquistador español en el 72, hacía que la risa se te disparara tal y como pedían los canutitos que inevitablemente acompañaban las proyecciones en los cinestudios. Porque allí, a diferencia del resto de las salas madrileñas, te dejaban fumar. Cierto, también, que ver aparecer al desdichado Kaspar Hauser (Bruno Schleinstein) en medio de una plaza de Núremberg, tras haber pasado su vida en un calabozo, al margen de la dichosa gente, y sin saber por qué, me conmovió. Pero entonces, el grande de aquel paquete era Wenders, quien, además, amaba tanto el rock & roll como los freaks de los canutos, como yo mismo.
Después pasaron los años, yéndonos a demostrar algo en lo que nunca se repara: que Pedro Almodóvar tuvo en el malogrado Rainer Werner Fassbinder -otro de los genuinos representantes de aquella pantalla alemana-una de sus más claras influencias. En cuanto a Volker Schlöndorff, el otro realizador de cuarteto rectorde aquel cine germano, ahora se antoja más francés que alemán; más clásico que nuevo.
Wenders, en esos años transcurridos desde aquellas felices sesiones de los Alphaville y los cinestudios, se ha convertido en un cineasta agotado. Más allá de las nubes, codirigida en 1995 con el gran Michelangelo Antonioni, fue su última realización digna de elogio. Después se olvidó del rock & roll y se convirtió en uno de los primeros apologistas de la música caribeña -Buena Vista Social Club (1999)- o del legado de la coreógrafa Pina Bausch en Pina (2011), su última realización hasta la fecha. Pero aquella conmovedora road movie que fue En el curso del tiempo hoy no es más que un recuerdo. Hasta la muerte del gran Nicholas Ray, que filmó en Relámpago sobre el agua (1980) y entonces me pareció todo un acto de exaltación cinéfila, hoy se me antoja algo impúdico. ¿A qué vino mostrar al autor de títulos como Hombres errantes (1952), Johnny Guitar (1954) o Busca tu refugio (1955) dando sus últimos estertores consumido por la enfermedad y la ruina económica?
Así las cosas, el Nuevo Cine Alemán de los 70 se me hacía tan diluido en la historia del cine universal como el nuevo cine australiano, que descubrimos en la cartelera comercial en la siguiente década. Pero fue que el otro día tuve ocasión de escuchar unas declaraciones del gran Werner Herzog con motivo de su participación en el Festival 4 x 1. El maestro venía a decir que detenerse en la tormentosa simbiosis que mantuvo con Kinski -como se suele hacer en una apreciación superficial de su obra- denota una tremenda estrechez de miras. Acto seguido aseguraba que era un director de paisajes, más que de actores. A mí aquello me llegó, como lo de sus caminatas o lo de Lope de Aguirre soltándole que era la cólera de Dios al mono. De modo que me puse a hacer recuento de los últimos títulos del gran Herzog que me han sido dados. Grizzly Man, el primero de ellos, era un impresionante documental de 2005 sobre el Timothy Treadwell, el ecologista amigo de los osos que acabó devorado por uno de ellos. Por su parte Invencible (2001), el film que marcó el regreso del gran Werner a la ficción, abandonada tras Grito de piedra (2001), fue el acercamiento a la figura de un Sansón hebreo en los comienzos del nazismo. Horadada por ese misticismo al que fueron tan afectos los asesinos del Reich que iba a durar mil años, había algo en Invencible que vino a recordarme ciertos aspectos mágicos del expresionismo alemán, con el que también fueron a acabar los nazis.
Pero nada ni nadie, ni siquiera el curso del tiempo, ha podido terminar con el espíritu singular, y siempre cautivador, del gran Werner Herzog. Ahora, al revisar sus filmes fundamentales -que por supuesto atesoro-, sí que le descubro con tanto placer como entusiasmo. Siempre es grato ver a un creador que no se pliega a las exigencias del guión que escriben las alabanzas de la crítica y los gustos del público. El gran Herzog es un ejemplo meridiano a este respecto. Ya no es alucine, ahora es coherencia. E incluso podría decirse que estamos ante el Godard del Nuevo Cine Alemán. Porque, como el autor de Pierrot le Fou (1965) a las de Nouvelle Vague, Herzog ha sido fiel a las rupturas y modernismos de aquella pantalla en la que le descubrimos en los 70.
Publicado el 7 de diciembre de 2012 a las 13:30.